Gloria Sagñay se levanta cada día varias horas antes de que salga el sol. A las cinco de la mañana ya está en su plantación, situada a 2.500 metros de altura. De fondo, el volcán Chimborazo, la montaña más alta de Ecuador. Quedan pocos meses para la cosecha y Sagñay, de 29 años, se afana en que las matas de quinoa crezcan rectas para que el grano sea de calidad. Carga sacos de abono, remueve la tierra con la azada, riega. Después ordeña a las vacas y llega a tiempo a su casa para preparar el café antes de regresar de nuevo al campo. Al día siguiente, vuelta a empezar.
Así se refiere constantemente esta campesina indígena a su cultivo: «Nuestro trabajo». Lo hace como una lección aprendida, como si de una reivindicación se tratara contra quienes quisieron aprovecharse, años atrás, de sus largas jornadas laborales como productora de quinoa. Este pseudocereal milenario para las comunidades andinas se ha convertido en los últimos años en una de las comidas saludables de moda en EEUU y los países europeos, entre ellos España.
«Nos robaban, no nos valoraban»
«Procesábamos manualmente la quinao, a veces nos sangraban las manos, era muy duro, un sacrificio enorme. Tardábamos una semana para 100 libras (unos 45 kilogramos). Cuando llegábamos al mercado, después de haber pesado los sacos en casa, nos decían que solo eran 80 libras (36 kilos) o que no estaba buena. Nos estafaban y nos robaban», asegura. «Muchas familias se desanimaron a trabajar en el campo y por necesidad salieron a diferentes ciudades, migraron. Quedamos pocas».
Pero las mujeres de su pequeña comunidad, Cumandá el Molino, dieron un golpe encima de la mesa hace diez años. «Nuestras familias viven de esto y dependíamos del mercado, pero no valoraban nuestro trabajo y no teníamos suficientes ingresos», recuerda. «Los necesitábamos para que nuestros hijos pudieran estudiar y trabajar en otra cosa. Nuestros padres no nos pudieron mandar a la universidad y nosotras no queríamos que nuestros hijos tuvieran el mismo problema, así que buscamos nuevos mercados», recalca.
Entonces decidieron participar en Maquita Cushunchic, una organización ecuatoriana que exporta productos de comercio justo y agrupa a 250.000 familias. «Nos ha devuelto la oportunidad de soñar. Pagan el precio de nuestros productos, tenemos nuestros ingresos y es un mercado seguro.
Lucha contra el machismo
La labor de Sagñay va más allá del campo. Es líder de su comunidad y presidenta de una organización formada por 32 mujeres que, con el apoyo de Maquita, luchan por acabar con el machismo que las rodea. «Hemos cambiado muchísimo. Antes, nuestros propios padres nos discriminaban. Decían que solo servíamos para cuidar casas, no nos mandaban a estudiar. Solo nuestros hermanos podían participar en reuniones, solo se tenía en cuenta su opinión. Teníamos miedo a los esposos», critica.
En todo este tiempo, han observado algunos cambios. «Las mujeres eran tímidas, tenían miedo de hablar con otras personas. Ahora preparamos a nuestras hijas para que no pasen por la misma situación, para que sepan que sí puede, que sí podemos. Ya no decimos que los hombres no tienen que cocinar porque es cosa de mujeres. Ahora tienen que hacerlo por igual. Algunos maridos comenzaron a apoyarnos con ideas. No tenemos tantas dificultades como antes. Y yo ya no tengo miedo», sentencia.